El arte del buen morir
Texto: Elena López Sanz
Morirse no tiene gracia. No. Ninguna. Y sin embargo es algo por lo que pasamos todos, sin excepción. La diferencia entre unos y otros es cómo nos morimos y ése es, lamentablemente el problema. En un mundo y un tiempo donde desde la ciencia se nos augura una larga esperanza de vida, no se nos educa en que, por muy larga y próspera que sea nuestra existencia, en algún momento llegará a su fin. Pero resulta muy penoso pensar y sobre todo enseñar a otros, sobre la muerte, sobre la Buena Muerte, pero así debería ser.
Y no sólo al mundo en general, también al mundo sanitario en particular, que conoce y maneja términos como cuidados paliativos, encarnizamiento terapeútico y documento de últimas voluntades, pero a los que resulta, en muchas ocasiones como algo lejano, distante, que usan y ejercen otros. Pero todos pasaremos por esa oscura hora… y nuestros seres queridos y la vecina del quinto y, sin embarg, no educamos en el arte del buen morir.
Hemos perdido la capacidad de nuestros ancestros de aceptar la muerte como parte inexorable de la vida, de desear para los nuestros una muerte digna, no sólo ausente de dolor, sino respetando la dignidad como personas que a todos se nos supone. Nuestros hospitales, templos de ciencia y lucha contra la enfermedad, son páramos inhóspitos para aquellos que se acercan a sus horas finales, así como para sus familiares, que se enfrentan la mayoría de las veces a la incomprensión de unos profesionales más preocupados de la ley y el protocolo médico que de acompañar a esas familias. Tan importante como saber qué hacer ante un infarto, un ictus o una neumonía es saber cuándo no hacer nada, cuando simplemente debemos ayudar a nuestros pacientes a transitar ese camino de no retorno, y guiar a sus familias, paliar su sufrimiento. “Primum non nocere” dice el juramento hipocrático de todo médico y cuando perdemos la batalla frente a la enfermedad y la muerte ese principio se olvida, se esconde, se niega.
Pertenecemos a un país donde es tabú hablar de la muerte, donde resulta imposible hablar de forma serena y tranquila sobre todo aquello que tiene que ver con morir. Sólo debatimos de forma acalorada cuando alguna historia de relevancia social salta a los medios de comunicación, posicionándonos más por motivación religiosa o del ámbito de las creencias que con la ciencia en la mano. Y es que la ciencia ha delegado ese debate, no ofrece alternativas comprensibles para cualquiera, mira para otro lado. Y mientras no discutimos el tema, seguimos muriendo, y no siempre de la mejor forma, aunque nos asistan los galenos. Todo se reduce a legislar, discutir y definir el término eutanasia, pero nos olvidamos de cómo acompañar al que se va de una forma más ordinaria, del que no quiere morir, pero se muere, del que ya no podemos curar, a veces ni siquiera aliviar, pero al que deberíamos prescribir una muerte digna. Debemos promover ese debate, desde las sociedades científicas, las asociaciones de pacientes, la población general, hablar de cómo morimos también es educación para la salud.
Exijamos unos cuidados paliativos de calidad, para todos, incluso en pediatría, ámbito en el que no es posible tener unos cuidados paliativos domiciliarios; usar y enseñar a la población que la sedación terminal es una herramienta terapéutica en los últimos momentos de la vida y no una forma de eutanasia, y sobre todo, debemos reflexionar sobre nuestro papel como sanitarios, se lo debemos a nuestros pacientes, nos lo debemos.
In memorian, JFZ.